En el debate académico y político el término “desarrollo” se entiende generalmente como un concepto para describir, comparar y manejar procesos de cambio socioeconómico en las sociedades de todo el mundo.
Esta idea básica de desarrollo se funda en la revolución epistemológica de la Ilustración europea, que inicio la formulación de conceptos de historia teológicos seculares durante los siglos XVIII y XIX. Pensadores como Adam Smith, Auguste Comte o Karl Marx (sólo por nombrar los más importantes) conceptualizaron teorías de la historia basandose en las observaciones de la realidad socioeconómica de su tiempo. Estas teorías conciben y comparan a las sociedades humanas del pasado y del presente en relación a su nivel de racionalidad científica, tecnológica y productividad material. Determinadas sociedades fueron descritas como más racionales y productivas siendo vistas, así, como avanzadas y en un estadio más alto en la línea imaginaria del proceso de desarrollo social humano (Leys 1996; Cowen y Shenton 1996; Jolly et al. 2004).
Desde sus inicios, el pensamiento del desarrollo estuvo, además, inherentemente alineado con el concepto de Estado-nación. Por ello, el Estado-nación fue concebido como la unidad natural en la cual el desarrollo tiene lugar, postulando así la existencia de sociedades nacionales que se desarrollan paralelamente de manera competitiva en el curso de la historia lineal y universal.
A partir de comienzos del siglo XIX, este concepto general de desarrollo ha sido adaptado, y constantemente reformulado, de acuerdo a diferentes contextos históricos y regionales, así como a diferentes posturas políticas. Generalmente se puede observar una tensión entre el entendimiento universal de desarrollo, por un lado, y, por otro, las adaptaciones regionales que fueron formuladas en confrontación al primero. Mientras las ideas universalistas generalizan y globalizan la mirada eurocéntrica de la historia como una lucha por el desarrollo nacional, los enfoques regionales discuten cuán útil puede ser el modelo de desarrollo eurocéntrico para analizar las respectivas situaciones sociales a nivel regional. Especialmente desde la segunda mitad del siglo XX, esta discusión se relaciona con el establecimiento de un sistema mundial institucionalizado de cooperación de desarrollo, dominado por los países industrializados, lo que puede comprenderse como parte central de la las relaciones institucionalizadas entre el mundo industrializado y no-industrializado.
Mirando a las Américas, a concepción eurocéntrica de desarrollo fue adaptada por élites locales que lideraron el proceso de descolonización y la creación de los Estados-nación postcoloniales a lo largo de gran parte del hemisferio desde finales del siglo XVIII. Estas élites se ubicaban a sí mismas dentro de la tradición del pensamiento occidental, sin embargo, el contexto de las sociedades multiétnicas postcoloniales y la aparente asimetría de poder entre los Estados Unidos y Latinoamérica abrió una peculiar dimensión interamericana en la conceptualización del concepto de desarrollo y su uso político.
Durante el siglo XIX y comienzos del siglo XX, algunos intelectuales americanos debatieron sobre hasta que punto el desarrollo cada vez más desigual de las estructuras capitalistas en Estados Unidos y en Latinoamérica respectivamente se basaba primordialmente en sus diferentes historias coloniales (Cowen y Shenton 1996, 63-75). El argumento principal de los liberales latinoamericanos y, posteriormente, de los socialistas, fue que el protestantismo y liberalismo anglosajones habían favorecido el desarrollo del capitalismo en Estados Unidos, mientras que en Latinoamérica, por el contrario, el legado del catolicismo y el feudalismo de los conquistadores hispanos había sido un obstáculo para ello.
A pesar de estas reflexiones contemporáneas de discrepancias respecto al desarrollo del Estado-nación postcolonial en las Américas, el pensamiento del desarrollo, al norte y al sur del Río Grande, giraba en torno a tópicos comunes que lo diferenciaban de sus contrapartes europeas. La cuestión de la composición multicultural y multiétnica de las poblaciones nacionales tuvo un papel especialmente importante. Discutido en términos de desarrollo, así como empleando diferentes racismos y teorías racistas, las élites políticas y económicas consideraron a la población de ascendencia europea como la más capaz de forjar el desarrollo de la nación. Al mismo tiempo, la población indígena y la población de ascendencia africana y asiática fue vista, simplemente, como un estorbo para el desarrollo, ignorando su aporte en la construcción de las economías americanas. Estas suposiciones ayudaron a legalizar políticas de Estado dirigidas al “blanqueamiento” de las poblaciones nacionales a través del estímulo de la inmigración europea y la exclusión de la población indígena de la comunidad nacional (ver, por ejemplo, Clark 1998; Sánchez Alonso 2013).
Otro aspecto común en el pensamiento americano desarrollista durante aquel periodo fue la idea de la existencia de una frontera nacional, la cual dividía el territorio en una parte civilizada y desarrollada y otra incivilizada aún por desarrollar. Especialmente en Estados Unidos y Argentina, pero también, aunque en un menor grado, en otros Estados Americanos, este imaginario tuvo una profunda influencia en las políticas nacionales de desarrollo al proclamar las demandas de colonizadores y tecnología europeos para desarrollar la frontera. El texto canónico del historiador estadounidense Frederick J. Turner, “The Significance of the Frontier in American History”, escrito en 1893, argumenta de manera similar que “the existence of an area of free land, its continuous recession, and the advance of American settlement westward, explain American development” (199).
Teniendo estas cuestiones en el centro de varios debates nacionales y regionales sobre desarrollo en las Américas, las actividades económicas en Estado Unidos se concentraron en un proceso de industrialización para satisfacer la creciente demanda interna. En América Latina la economía de exportación de materias primas asumió un rol prominente en muchas economías nacionales. Ambos modelos de desarrollo parecían ser exitosos para sus promotores, hasta que con la crisis global económica de la Gran Depresión comenzó una revisión del concepto de desarrollo en las Américas.
Después de la Segunda Guerra Mundial surgieron dos líneas teóricas depensamiento sobre desarrollo en las Américas, las cuales tuvieron primordial importancia para las políticas de desarrollo dentro y fuera del hemisferio. Por un lado la Teoría de la Modernización, que subyace a la política exterior de desarrollo de Estados Unidos y Europa en el contexto global, y por otro lado la Teoría de la Dependencia, la cual inspiró diferentes enfoques políticos de caminos alternativos hacía el desarrollo para el mundo no industrializado.
La Teoría de la Modernización fue formulada por intelectuales y políticos estadounidenses en el período subsiguiente a la Segunda Guerra Mundial. Sus promotores – después de derrotar el fascismo – estaban convencidos de que el modelo de economía de mercado y la democracia liberal que pretendían, representaba valores universales que debían ser globalizados para conseguir paz y prosperidad mundial. El presidente estadounidense Harry S. Truman expuso esta nueva orientación de la política exterior estadounidense en su famoso discurso inaugural del 20 de enero de 1949. En este contexto, la presunción del siglo XIX respecto a que las sociedades nacionales se desarrollan y compiten paralelamente unas con otras, fue adaptada a la situación política de descolonización y formación de bloques después de la Segunda Guerra Mundial. No obstante, quienes a partir de ese momento se encontraban en la cima del ranking imaginario de desarrollo, y por ende daban el ejemplo a otras sociedades a lo largo y ancho del planeta para que lograsen acortar la distancia con ellos, eran los Estados Unidos (Gilman 2004).
Tal como fue definido por teóricos de la modernización, la estrategia global tenía como objeto el desarrollo de los países del ahora llamado “tercer mundo” en base a altas tasas de crecimiento económico. En esta línea, la modernización prevista debería – bajo la lógica de la Guerra Fría – asegurar la paz global y prevenir la temida revolución socialista. Por lo tanto, uno de los textos clave de la Teoría de la Modernización (W. W. Rostow’s The Stages of Economic Growth, 1960), lleva el nada ambiguo subtítulo “Un manifiesto no comunista”. Desde este punto de vista, la política exterior de los Estados Unidos y la recientemente fundada Organización de las Naciones Unidas (ONU) debían apoyar los esfuerzos de desarrollo nacional en el tercer mundo. Esto puede ser considerado como la creación inicial del sistema de cooperación internacional para el desarrollo tal y como lo conocemos hoy en día.
Al mismo tiempo algunos economistas latinoamericanos crearon una peculiar forma de pensamiento del desarrollo que cuestionaba la posibilidad de imitar simplemente el camino de desarrollo que Europa y Estados Unidos habían tomado en el pasado. Este enfoque fue denominado como Teoría de la Dependencia, en tanto sus impulsores, por ejemplo el foro de la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas, liderado por el economista argentino Raúl Prebisch, enfatizaron el rol de una dependencia estructural de las economías periféricas latinoamericanas respecto a los centros del capitalismo global (Reifer 2006; Bracarense 2012). Refiriéndose a las características regionales e históricas particulares de las economías latinoamericanas, dichos economistas recurrieron a la estrategia de industrialización por la sustitución de importaciones (ISI) para superar la dependencia económica. El análisis y la propuesta política de la Teoría de la Dependencia tuvo una influencia de gran alcance entre académicos y actores involucrados en las políticas de desarrollo, tanto en la periferia como en el centro. Esto generó diferentes posturas políticas que oscilaban entre el reformismo, por un lado, y la demanda de una revolución social, por otro.
Durante las décadas de los 50 y 60, las economías en las Américas consiguieron considerables tasas de crecimiento. En Latinoamérica, las administraciones estatales implementaron la política ISI recibiendo ayuda técnica y financiera de Estados Unidos y Europa, para así garantizar el capital y la experiencia necesarios para sus esfuerzos desarrollistas. No obstante, esta política falló en integrar a la creciente población en el mercado laboral formal, lo que trajo consigo el aumento de la desigualdad y la pobreza. Las tensiones políticas comenzaron a crecer y muchos defensores de la Teoría de la Dependencia, entre ellos André Gunder Frank, se convencieron de la necesidad de una política antiimperialista clara, que permitiera romper la dependencia estructural de las economías latinoamericanas con los centros capitalistas (Reifer 2006). La ola de las dictaduras militares de derechas que asoló América Latina desde la década de los sesenta hasta mediados de la década de los ochenta impidió la realización de modos alternativos de desarrollo. Sin embargo, con la agudización de la crisis de la deuda en Latinoamérica en la década de los ochenta, los observadores de los diferentes campos políticos llegaron a la conclusión de que las estrategias de desarrollo implementadas en Latinoamérica en las décadas de postguerra y la política de cooperación para el desarrollo de los Estados Unidos habían llegado a un callejón sin salida y eran incapaces de cumplir sus promesas.
Desde el punto de inflexión que representó la crisis de la deuda, tres enfoques dominan el discurso desarrollista en las Américas hasta la fecha. Primero, la visión neoliberal del desarrollo a través de las fuerzas de libre mercado y los flujos de capital; segundo, el llamado neo-desarrollismo, que combina ideas de planificación estatal con el fortalecimiento de la exportación de materias primas; y, tercero, la Teoría del Postdesarrollo, que deconstruye el pensamiento desarrollista, como un discurso eurocéntrico fortaleciendo la hegemonía occidental.
Desde el punto de vista de los enfoques neoclásicos, que alcanzaron una posición dominante en la ciencia economa estadounidense a partir de los 70, la planificación y el gasto estatal fueron considerados generalmente como contraproducentes para el desarrollo económico. Instituciones internacionales como el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Desarrollo Interamericano, las cuales habían financiado las políticas de desarrollo latinoamericanas después de la Segunda Guerra Mundial, cambiaron profundamente su enfoque bajo la influencia del lobby estadounidense. Basados en el Consenso de Washington, el pensamiento neoliberal desarrollista estaba cimentado en la universalidad de los mecanismos de libre mercado. En la economía estadounidense, la nueva política económica estuvo conectada a un proceso de desindustrialización y a la concentración en el mercado financiero. En los países latinoamericanos las instituciones involucradas y las administraciónes estatales se vieron obligados a implementar programas de ajustes estructurales de liberalización, privatización y austeridad fiscal para poder solicitar nuevos créditos (Williamson 2004; Cypher 2011). Los resultados macroeconómicos fueron, en el mejor de los casos, modestos. Por esta razón la década de los 80 pasó a ser conocida como la “década perdida” mientras que la década de los 90 apenas mostró bajas tasas de crecimiento en la mayoría de países latinoamericanos. No obstante, con el “boom” de los precios de las materias primas en el mercado mundial hacia finales del siglo XX, la inversión internacional en el sector de la minería y la industria agrícola en Latinoamérica creció significativamente. La masiva explotación de recursos naturales para el mercado global financiada por el capital extranjero privado pasó a llamarse neo-extractivismo. Sus defensores y detractores aún debaten exhaustivamente sobre cuánto puede contribuir este modelo económico al desarrollo de las economías nacionales periféricas a largo plazo sin sobrepasar los límites ecológicos, ni violar los derechos sociales de la población (Svampa 2009).
A inicios del nuevo milenio, el pensamiento desarrollista latinoamericano pasó a ser revisado a partir de la formulación del enfoque neo-desarrollista. En el contexto de la elección de gobiernos de izquierda y centro-izquierda, por ejemplo en Argentina, Bolivia, Brasil, Ecuador y Venezuela, las nuevas administraciones intentaron reforzar el control sobre los sectores primarios de la economía e implementar estrategias de desarrollo estatal utilizando estos recursos en programas de bienestar y de modernización de las economías nacionales. Esta reestructuración está vinculada a la reconsideración de enfoques estructuralistas de desarrollo propios de las décadas de los 50 y 60. Basandose en el ejemplo de la industrialización en Asia Oriental en los 80 y 90, economistas y políticos latinoamericanos formularon una nueva estrategia de desarrollo estatal desde una perspectiva periférica opuesta al “laissez-faire” (dejar hacer) del neoliberalismo (Farah and Wanderley 2011).
Adicionalmente a la crítica de conceptos como el neoliberalismo y el neo-desarrollismo, pensadores latinoamericanos, tales como Escobar (1995) y Esteva (1992), contribuyeron significativamente a la formulación de una crítica fundamental al concepto de desarrollo como tal, que pasó a llamarse más tarde Teoría del Postdesarrollo. Desde los 80 en adelante, y basada en la experiencia histórica de muchas décadas de políticas de desarrollo fallidas en Latinoamérica, la Teoría del Postdesarrollo expuso el carácter eurocéntrico de la idea de desarrollo e interpretó las políticas de desarrollo nacional e internacional como una expresión de la hegemonía epistemológica occidental sobre el mundo no industrializado. Por lo tanto, sus seguidores descartan la idea de desarrollo por resultar inútil para ser la base de las políticas económicas y sociales del mundo no industrializado y demandan una idea social alternativa. En el caso latinoamericano, los enfoques postdesarrollistas se apoyaron parcialmente en la historia multicultural y pluriétnica del hemisferio, particularmente en las cosmovisiones indígenas. En este contexto, conceptos como el andino “Buen vivir” o “Sumak kawsay” representan puntos de contacto para formular una alternativa al pensamiento desarrollista en tanto a que articulan concepciones circulares del tiempo en lugar de un entendimiento lineal del progreso histórico, haciendo énfasis en la importancia de la protección del medioambiente y la igualdad social sobre las tasas de crecimiento económico.
Desde sus inicios, el pensamiento del desarrollo en las Américas ha oscilado entre la adopción de la idea universal de desarrollo y la acentuación de peculiaridades regionales, por otro. Especialmente, la importancia de la historia colonial para el futuro desarrollo del hemisferio ha sido, y sigue siendo, discutida por generaciones de científicos sociales y historiadores (por ejemplo Hofmann 2000; Albán Moreno 2008; Engermann and Sokoloff 2012).
Si bien a comienzos del siglo XX tanto el pensamiento del desarrollo en Estados Unidos como en Latinoamérica reflejaba sus propias circunstancias frente al ejemplo clásico europeo, esto cambió durante la primera mitad del siglo. Con la aparición de la Teoría de la Modernización, intelectuales y políticos estadounidenses declararon su propia sociedad como el ideal del desarrollo, el cual debía ser imitado por el resto del mundo – incluyendo Latinoamérica –, para lo cual crearon un sistema mundial de cooperación para el desarrollo. Por el contrario, las perspectivas latinoamericanas sobre el desarrollo hacían hincapié en la importancia de la herencia económica colonial, la cual había puesto a la región en una relación de dependencia con los centros capitalistas. Con la intención de superar esta dependencia mediante la estrategia del ISI, el pensamiento progresista latinoamericano sentó la base para futuras estrategias de desarrollo desde la periferia.
Desde la perspectiva de los defensores del neo-desarrollismo, algunos países asiáticos como China, Corea del Sur y Vietnam, son la prueba de que la industrialización guiada por el Estado en regiones anteriormente periféricas puede tener éxito. No obstante, el fallo del experimento neoliberal latinoamericano a finales del siglo XX es evidente. El futuro mostrará si el cambio a la estrategia del neo-desarrollismo permitirá a las economías latinoamericanas alcanzar lo hecho por Asia en un mundo multipolar. Con todo, existen notables límites ecológicos y riesgos sociales inherentes a este modelo. La lógica interna del desarrollo de hacer crecer indefinidamente la producción y el consumo masivos difícilmente puede ser globalizada sin provocar crisis ecológicas y sociales en el futuro. La Teoría del Postdesarrollo y su crítica a la comprensión de la historia como una competencia de los Estados-naciones desarrollándose en paralelo, ofrece las bases para la necesaria reformulación del pensamiento desarrollista.
Martin Breuer
Favor citar como:
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